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Valle de los Redondos

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Metido en este rosario de recuerdos, viajamos estos días por el valle de los Redondos. Sé lo difícil que es volver hacia atrás en el tiempo y colocar en su justo término cada una de las escenas vividas: las gentes, las costumbres, los modos y maneras. Son mensajes esculpidos en las piedras, son vidas apuradas al máximo, historias descarnadas, calamidades que no faltan, olvidos que te obligan a aguzar el ingenio, a sacar a flote tus recetas para matar el tiempo. Al bombardeo de preguntas, como niño que busca, Luis se entrega y devora capítulos, como quien los revive: las rogativas, los zamarrones, el ollón, las meriendas sufragadas con el dinero obtenido de las peticiones en las bodas, la enramada y los juegos de “el pite”, “la zapatilla” y “la vigarda”. “Todo me parece poco –escribe Luis– para mandar a quien desde muy lejos añora la bendita tierra”. De "Viaje al valle de los Redondos", en la serie "Impresiones" de Froilán de Lózar, publicada en Diario Palentino

Nevadas de la historia

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Una de las nevadas más grandes que relata la historia, fue la de febrero de 1433. Afectó a toda Castilla y estuvo nevando sin cesar durante cuarenta días seguidos, “que non se falla por crónica que otra tanta en ningún tiempo cayese”. Al otoño siguiente, en el de 1434, las lluvias torrenciales anegaron Madrid y Guadalajara, lloviendo a cántaros desde el 29 de Octubre hasta el 7 de Enero”. Para compensar o descompesar, todo depende, según nos cuentan las “Crónicas de Don alvaro de Luna” en 1446; “hubo unos soles muy fuertes y el calor muy grande”. Matías Escudero, en la “Crónica de Almonacid de Zorita” cuenta que en el invierno de 1529–30 hizo tanto frío que el Tajo se heló y pasaban por encima las gentes y las mulas”. La Reina Isabel II quedó atrapada por la nieve nueve días en Pajares en 1864. Fue a mediados de Abril, cuando un temporal desatado ya en primavera, tras un invierno con poca nieve, sorprendió a la comitiva cuando regresaba a Madrid tras una visita a Oviedo. De: &quo

La casa donde uno nació

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El último invierno que recuerdo, invierno que aquí empieza en octubre y acaba a últimos de mayo, invierno aquel largo y tremendo, yo esperaba la visita del médico encima de la trébede, mientras la abuela, acomodada en una silla de mimbre, en sus momentos de lucidez, volvía a hacerme soñar con aquellas historias de sus tiempos de moza, las fiestas de tambor y pandereta, los métodos de trabajo, las fantasías, los miedos. Por encima de la placa, colgando de las escarpias del techo, las varas de los chorizos, los bloques de tocino adobado, las patas, las costillas, la morcilla, el lomo y otras piezas del cerdo, alimento fundamental en aquellos años donde lo que menos preocupaba a las gentes era el colesterol. La casa se ha quedado vacía, lista para que el nuevo inquilino derribe algunos muros y levante, ¡ojala!, una suntuosa morada con miradores y salones espléndidos de cara al camino aquel de “Tornavacas”, aunque sinceramente, sea cual fuere la intención del nuevo propietario, cuesta m