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Ver para creer

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No hay nada imposible. Lo sabemos, pero nos negamos a aceptar que pasen cosas extraordinarias en esa especie de biombo en el que transcurre nuestra vida. Nevó en Madrid después de siglos. Mucha gente tuvo que abrir y cerrar los ojos muchas veces porque pensaban que aquello no podía estar pasando allí. Incluso, hubo negacionistas empeñados en afirmar que aquella nieve era distinta, que aquella nieve era mentira, que aquello no era nieve y que a otro perro con ese hueso. Dice un refrán castellano que para creer no hay cosa como ver, pero ante esa ola de negacionistas ya se ha quedado viejo, porque lo ven, lo tocan y lo niegan. Y parece que tienen derecho a poner en entredicho todo, aunque sean cuatro contra el mundo. La casualidad quiere que la película de la nieve que nosotros experimentamos cada año; que en muchas ocasiones padecimos, algunas bajo mínimos; carreteras cortadas durante días, algunas veces semanas; paleando tejados para que no se hundan, abriendo caminos porque hay lugare

Malos apaños

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Caloca, mi paisano de Piedrasluengas, echaba pestes hace unos días en una red social, por el panorama que se nos avecina y que tiene que ver con el último tramo de carretera que padecen desde hace 30 años los pernianos, antes de entrar en Cantabria. No le falta razón. Él lo dice sin filtro y a lo mejor le llueven zascas, porque por más libertad que nos anuncien que gozamos, siempre hay alguien ojo avizor que nos detiene para cumplir con las normas que rigen en el interior de aquellos grupos donde militamos. Y aunque no militemos en ningún grupo, tampoco puedes perder los papeles y emprender una guerra que no nos llevará a resolver el problema que planteamos, sino más bien a añadir otro. Pero estoy de acuerdo con Caloca y hasta he aplaudido su misiva de Facebook, porque, cuando pasan los años y te van dando largas a un asunto que afecta de lleno a la comunicación de los pueblos, no esperas más y gritas lo que te nace dentro, “Váyanse a la mierda de la mano”, lo que te ha ido naciendo de

La Residencia

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Complicada la madeja que traigo. Ingresar en una residencia y perder la vida. Esa es la sensación que a uno le queda después de leer el reportaje de Sara que nos cuenta la huida de Eugenia, una mujer de 72 años que ingresó en una residencia de Madrid y se escapó a la primera oportunidad: “Prefiero vivir en la calle”. En 2007, en un momento crítico en mi vida, hice el curso de Auxiliar de Geriatría. Cada mañana, durante tres meses, viajaba en autobús hacia Durango. En aquel centro, Onintza nos condujo por el aparente cambio de vida que supone el ingreso en una Residencia. Nosotros nos preparábamos para ayudar en su tratamiento, cuidando las posturas que adoptamos para moverlos y la buena disposición para hacerles la vida más fácil a quienes ingresaban. Yo tenía fuera el ejemplo de dos personas a las que quería: mi padre, que ingresó en el asilo de Aguilar y que durante algunos años tuvo la suerte de pasear varias horas al día por la villa, hablando con la gente que conocía, visitando el