El hombre, como ser inteligente y supremo, ha decidido que el destino del toro es demostrar su bravura para que los toreros muestren su destreza y valor, eso que han dado en llamar arte.
Ahora más que nunca, para darle sentido a la fiesta del pueblo, hay que traer un toro bravo, lo más bravo posible, a ver a quién le empitona, porque para más inri, lo que disimuladamente buscan los que miran y aplauden, amén del desahogo que aconsejan los fisioterapeutas, es que el animal le meta el asta por la carne a algún vecino, sin detenerse a meditar que mañana puede ser él la víctima.
¿Quién tiene que parar estas costumbres bárbaras? No sé si es hora de terminar con la fiesta nacional, pero sí urge poner fin al toro enmaromado, al toro de la Vega, al toro ensogado, al toro júbilo, al toro de fuego, a todos esos toros que se prodigan y bendicen en los pueblos de España.
Que la fiesta no es un toro al extremo de una cuerda, ni con fuego en los pitones, preguntándose, seguramente, en una inteligencia que no albergan sus captores, qué coño es lo que realmente les sugiere su estampa, qué es lo que esperan de él. ¿Será para demostrar ante su bravura la valentía que esconden ante sus semejantes?
Maltrato animal
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