Entre el fuelle y el fuego


Estos latidos que ofrece Froilán De Lózar son el silencio de un caminante bajo la soledad deseable de los campos, el timbre de los “Viajes, Modos y Recuerdos por el norte palentino”. La palabra rescata el tiempo perdido, levanta el paisaje de las soledades, abarca horizontes con las pupilas del sol. El entorno, la montaña, las estaciones poéticas, se someten aquí a un rocío de sublimación. En efecto, la comunicación lector/autor es crepuscular, hay un sentimiento de luz que acrecienta la libertad de las águilas.

Aunque los años se lo lleven todo, quedan estos narradores como virtud protectora del poemar. Las vivencias del escritor golpean los labios de la indiferencia, nos llaman al orden, recuerdan un montón de páginas que se encuadernan en el olvido. El pensamiento de un poeta/cronista, es lluvia fina sobre verde. No le duele prendas mostrarnos los puñales desgarradores de tanta armonía herida. Lo hace on tacto. En tono reflexivo. Siendo memoria, siendo parte, siendo añoranza con el enorme huracán de los puñales: “…he vuelto al norte y he vivido la tierra tal y como la siento…”El reflejo de la realidad nos llega de la mano de alguien que sabe florecer como los árboles, espejo de latidos que unas veces se entusiasman como el alba y otras se decepcionan como linterna callejera en la noche de lobos. Aquellos pueblos batidos por la nieve, aquellos entornos geográficos de rosas vírgenes, aquellos ríos cristalinos que descansan entre las venas de un pueblo desaparecido; ésto y mucho más se puede paladear en la oportuna y nívea edición de “últimas crónicas del norte”.Ya me gustaría haber iluminado el camino. ¡Que ustedes lo disfruten!.

Victor Corcoba, crítico, Granada, 1992


Me quedo contemplando la alborada que se lleva la magia y escribo bajo el influjo de una moderna noche de San Juan. Habrán caído los palos y sólo quedará un rastro de cenizas cuando este artículo llegue a vuestros hogares, aunque habrá gentes nuevas que salgan a revivir este folklore cuando el calendario se doblegue a su antojo y San Juan vuelva a recordanos que estamos entre el fuego y el fuelle, ante la llamarada, que no es un espejismo, que la escena es un canto a la noche del mundo…Vayamos sin demora al oficio del fuelle, que lo nuestro es soplar para avivar la llama que se esconde. “Pegó el fuego con la leña, ya no son menester fuelles”, escribió Moreto, pero, el fuelle en la Montaña ayuda diariamente a encender esa lumbre de familia, que aliviará las penas del momento, bajo la cual se trenzarán historias, milagros o pócimas por los que puede quedarse relegado ese invento de la televisión, que siempre nos martiriza con idénticos rostros, con noticias de miedo, con bandas desalmadas que hacen de la libertad un estrecho camino, con seres de ficción y misterio.

El fuego es capaz de unirnos en el amor y en el dolor, cuando despunta el día y habla el rocío por los campos, cuando llega la noche y el viento se mete por todos los resquicios. Los antiguos habían divinizado el fuego en la persona de Vulcano y los modernos han representado a menudo este dios en las alegorías de los elementos. En la Edad Media, la salamandra fue símbolo del fuego. Los persas quemaban fuegos perpetuos en honor de Ahura–Mazda. El culto del fuego se ha perpetuado entre los parsis. Los griegos veneraron los efectos del fuego en Hefestos; y en Roma, a las vestales se las confiaba la guardia del fuego perpetuo del templo de Vesta. En la montaña, el fuego —como tradición que aún se revive cada año—, alimenta la Pasión de la Semana Santa. La noche del Viernes Santo, las hogueras alrededor del pueblo invitan a un recogido rezo. Canta el pueblo a la luz de la llama. Hace corro junto al fuego, como en familia, recordando en voz alta el Viacrucis personal de cada uno, que a veces es terrible. El fuego de la risa en cualquier punto, en torno al cual se devoran unas patatas cocidas que se “roban”, y es un robo sin malicia, un hábito sin desperdicio, una costumbre que rompe la rutina del ordeño y del bar, del bar y de la siega. El fuego de la amistad bajo cualquier techumbre, donde un grupo de amigos y vecinos comparten la “chuletada”: se enrojecen los dedos y la lengua, porque la carne abrasa, y entre brasas y vino, sin remilgos, sin escrúpulos, el fuego hace que nos sintamos limpios, hermanos, diferentes…Pero el fuego también indeseado, que se ha llevado las haciendas, que ha roto las tertulias.

Quedan rescoldos debajo de las piedras, porque aquí, en la montaña, una casa, por vieja y desvencijada que se encuentre, tiene valores incalculables, más, acaso, que en ningún otro sitio. Y no me estoy refiriendo a los valores de dinero, a joyas o modelos. No. Me refiero a yugos heredados, a pasillos desnudos donde se labran las raíces del individuo, donde aletea la esencia de nuestros padres y antepasados, donde se refuerza la tradición y el apellido. Si el fuego ha servido para cauterizar las más diversas lesiones –ante la ausencia de otros elementos y pomadas, aplicado, eso sí, de una forma brutal–, el fuego ha servido para abrir las heridas internas, las del alma, aplicado por un descuído de muchachos al prenderse los “sarros”, al entrar en contacto las llamas con vigas de madera, o por otras razones que dejan en la calle a los sentidos viejos. Es como morirse de repente. Perder una casa de esa forma, es lo mismo que perder el pasado, la identidad, el legado, la historia que heredamos y vivimos. Fuego que hiere, que redime también. Fuego que, junto con la fabricación de herramientas, es uno de los criterios de la humanidad.

Culto y miedo, entre fuelles roñosos y soplidos de viejas montañesas. Folklore vivo. Brasa candente sobre la carne tibia que hace mella para siempre en el cuerpo, que deja una señal para la vida, donde se escribe el nombre de los pueblos.

A fuego y sangre repican las campanas. El invierno se mueve lentamente y se teme que las llamas hagan hueco en el monte…

A intervalos, la mujer coge el fuelle y exige el movimiento de las llamas, que iluminen la casa, que abracen los cachizos, que la noche adquiere todo su sentido en el hogar, en la montaña, ya sea amor o dolor lo que respire el cuerpo.Unidos todos junto al fuego, tratemos de cerrar las heridas, abramos las compuertas del gozo, que nada quede entre tinieblas. La vida es una, es única, vivámosla entre el fuelle y el fuego.

@Folklore, para "Diario Palentino".


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