Escenas de la vida rural

  • José Luis de Mier y José Damián Simal

Los habitantes


Los habitantes eran esencialmente buenos. Estaban metidos en su trajín diario. No tenían más aspiraciones que sobrevivir. No había impulso alguno que les moviera a romper aquel endiablado círculo de trabajo y dificultades. Pocos salieron del pueblo salvo para ir a las ferias a vender una vaca o a Liébana para comprar un cerdo, o a la mili en el Norte de África, de donde volvían cargados de piedras de mechero o de plumas estilográficas que tampoco se podían vender. Las habían comprado en Tánger. Conocidas eran las historias que contaban los que habían ido a la mili y que se repetían de boca en boca. Algunos vecinos impulsaron el que sus hijos fueran a Colegios de frailes. Estábamos en los años de la posguerra y con abundantes vocaciones religiosas. La realidad es que la inmensa mayoría respondía al interés en salir del pueblo. Los padres llevaban a sus hijos a los colegios de curas a primeros de octubre. Sólo una minoría aprovecho la oportunidad que le daban los estudios. La mayoría volvieron tras uno o dos años y se establecieron en la mina o se fueron a Alemania. Algunos trataron de hacer fortuna en los pinos. Era ésta, una aventura, la de ir al País Vasco a cortar pinos. Pero el trabajo era muy superior al salario que les daban a cambio. Hubo quien volvió de la ciudad diciendo que había estudiado álgebra. ¿Qué sería eso? Pero a los niños, sólo mencionar la palabra álgebra, nos dejaba extasiados. La mayoría difícilmente sabía leer y escribir correctamente. No conocí analfabetos totales. Otros, muy pocos, eran conscientes de que los hijos debían ser cultos para dejar de una vez por siempre las vacas y sus moñigas. Pero era una minoría. Ya recuerdo de quien aconsejaba que no debían los jóvenes tener muchas ambiciones y les sentenciaba: “He conocido a un hombre que decía que había comido en los mejores hoteles del mundo pero que a veces tenía tanta hambre que las patatas crudas le habían sabido buenas”. El joven se quedaba con la primera parte de la frase. A este personaje no le podían quitar lo que había disfrutado. El tener que comer patatas crudas alguna vez era lo secundario. Llegaron en aquel momento las cotizaciones a la Seguridad Social agraria. Era el año 1954. Alguien dijo que aquello no era obligatorio. Que era como cuando se pagaba a Falange. Que él dejó de pagar y no le pasó nada. No distinguía entre ambos pagos. Tal vez nadie se lo había explicado. Terminó cobrando la pensión porque alguien le convenció que debía pagar los cupones de la Seguridad Social agraria. Rara vez terminaban las diferencias en el juzgado y entre los originarios del pueblo, rarísima vez había agresiones. Los asuntos se resolvían en el Concejo, si eran cuestiones de animales, y sólo si eran de propiedades, en el Juzgado. Eran temas menores, como un deslinde, que el vecino destruía por la noche la pared que otro había levantado por el día, la ocupación con aperos de labranza de un terreno que se pretendía ser propio o las vacas que se habían metido en una tierra o prado, comiéndose parte de la cosecha. No hubo límite en la emigración entre 1950 y 1965. Desaparecieron del pueblo familias enteras, aunque tuvieran hasta seis u ocho miembros. Todos emigraron a los más diversos lugares: Alemania, Argentina, y todo el territorio nacional, en especial Madrid, Valladolid, Bilbao y Barcelona. Allí quedaron las casas que, en su mayoría, terminaron hundiéndose por el abandono o por no dovidirse la herencia y adjudicarse a un hermano en concreto. El tiempo y los arbustos han ido cubriendo las ruínas y sólo el catastro define hoy los lindes de las mismas. También parte de las fincas rústicas han terminado cubiertas de arbustos en los que también el catastro es el único que orienta en cuanto a los límites de propiedades.

El pueblo - El herrero


Apoyado en el quicial de la puerta del molino, he visto pasar la historia de este pueblo durante cincuenta años. Narraré los veinticinco primeros. El molino está en la ribera derecha del río Pisuerga y al otro lado, en una explanada, de las pocas que hay en este terreno montañoso, está el pueblo. El Pisuerga acaba de nacer y este es el primer pueblo por el que atraviesa. El pueblo tenía unas cien casas cuando empiezan mis recuerdos. Ahora difícilmente quedan en pie cuarenta. Ni siquiera la Casa Concejo se ha salvado de la ruína. Continúa la iglesia como único elemento comunitario. Desaparecieron la fragua y el potro de herrar. Era aquella una caseta de no más de cuatro metros de larga por tres de ancha con solo dos aberturas: la puerta y una ventana de no mnás de cuarenta por cincuenta centímetros. Tenía las paredes de piedra, el tejado de madera y teja árabe, la chimenea o chimeneo, al fondo, permitía que el humo saliera hacia el exterior. En este fuego se caldeaban los hierros para doblarlos o trabajarlos. Entrando, a mano derecha, estaba el yunke sobre un gran madero de roble de no menos de sesenta de ancho por setenta centímetros de alto. Poco más se hacía que torcer unos hierros pues tampoco se disponía de elementos que permitieran un gran rendimiento de la lumbre, como así se llamaba. El resto era un espacio libre donde se almacenaban los útiles del herrero que venía de un pueblo cercano a herrar las vacas. Aquí herrero no significaba sólo quien trabajaba el hierro, sino, principalmente, quien herraba las vacas y, contadas veces, las yeguas. Los callos se ponían a las vacas. Las herraduras a los equinos. El herrero, cuando llegaba, tocaba la campana de la iglesia con una peculiar forma que indicaba que había llegado y que trajeran sus animales para herrarlos. También, a veces, tenía un día fijo y se sabía que, salvo que nevara, ese día llegaba el herrero. Especialmente tenía que venir antes de finales de Junio. Había que poner callos a las vacas para que estas pudieran ir a por hierba a la sierra. Los caminos eran malos y pendientes y los carros, algunos denominados “de madera” necesitaban un esfuerzo suplementario de los animales para poder arrastrarlos. No era el peso de la hierba lo más gravoso. Era el propio carro el que tenía tanto peso especial que nunca, en las idas a la sierra, cargaba hierba que pesara más que el propio armazón. Por ello las vacas debían ir bien calzadas. Llevaban normalmente un callo en cada pata delantera y uno en cada pata trasera. El que resistiera, dependía, más que del uso que la vaca hiciera de él, de la pericia del herrero al montarle en sus uñas. Era frecuente encontrar por la montaña los callos que iban perdiendo los animales por los caminos. Nada se desechaba. Se traían a casa y el herrero podía complementarlos o, más a menudo, era un trozo de hierro que se vendía al cacharrero cuando este aparecía por el pueblo. El herrero, terminado su trabajo, volvía a meter en la fragua los utensilios de errar y se iba a otro pueblo a hacer la misma labor. Los utensilios de errar eran una parte de los bienes comunitarios del pueblo, como eran también la romana o el tronzador o el juego de pesas y medidas, que estaban siempre en la casa del presidente del Concejo y que se trasladaba de casa cuando cambiaban al presidente. Estos elementos sirvieron durante siglos a los habitantes del pueblo. Cuando alguien necesitaba pesar un cordero o cortar un roble en el monte, pedía estos instrumentos que devolvía al acabar el trabajo. Las economías no permitían que en cada casa hubiera estos útiles.Los utensilios de herrar también eran las cinchas o correas con las que se colgaba al animal para que este no pudiera moverse cuando se le herraba. Con unos palos de unos cincuenta centímetros de largo, girando un travesaño que se hallaba en la mano derecha del potro, se elevaba el animal. El del lado contrario era fijo. Todos estos enseres se guadaban en la Casa Concejo. El animal quedaba suspendido y la pata que se le iba a herrar se le ataba a los poyos o zapatas que estaban ubicados a cada lado del potro. Para conocer al detalle la distribución del potro, consúltese la obra “La montaña Palentina”, La Pernía, de Gonzalo Alcalde Crespo. Aprovecho aquí para citar a este conocedor y escritor de nuestra tierra. Me impresionaba de niño, no tanto como el herrero cortaba y limpiaba la pezuña del animal y como la rebajaba hasta que el callo podía encajar, como el hecho de que calavara los callos en la uña del animal. Si el clavo entraba por la pezuña, el animal no lo sentía, pero si tocaba la carne al entrar, a cada golpe del herrero, el animal se estremecía y volteaba, haciendo temblar todo el potro. Lo normal era que ante este hecho, el herrero sacara el clavo e hiciera variar la dirección del mismo alejándole de la carne. Nada de todo lo descrito queda en pie.

El potro de madera ha ido cayendo a trozos por el peso de la nieve o ha servido alguna de sus palancas para hacer fuego en algún campamento de verano. El edificio de la fragua, que nada significa para los que han venido de otras tierras, ha servido para extraer las buenas piedras labradas y destinadas a reconstruir sus edificaciones.Si existe el dicho de que “del árbol caído todo el mundo hace leña”, se puede parafrasear que de la fragua no cuidada, todos los descuideros se aprovechan. De ella sólo queda alguna parte de las paredes, habiendo desaparecido incluso la pila donde el herrero templaba los hierros incandescentes y el yunque.

La Navidad - La Lotería


La Navidad era la llegada de las naranjas, de la nieve, de rezar el rosario en la iglesia con luna llena y caminar por las sendas abiertas en la nieve. Era el besar al niño Jesús que había estado oculto todo el año. Era el belén que habían montado por primera vez en el pueblo un cura en los años cincuenta. Era ver que con un irrigador de lavativa se hacía una cascada en el belén de la iglesia. Era el llegar de las participaciones de la Lotería de Navidad que enviaban familiares de Madrid, comprados en la administración de Doña Manolita. Era ir a la misa del gallo en la Nochebuena. Era volver con la luna brillando sobre los prados llenos de nieve. Eran los villancicos que cantaban las mozas del pueblo. El Adeste Fideles o el “pero mira como beben los peces en el río” que yo nunca entendí. Eran las campanadas en la Puerta del Sol en la única radio que existía en el pueblo. Era el día que los de la ciudad tomaban uvas y nosotros solo contábamos las doce campanadas y decíamos: “año nuevo, vida nueva”. Pero el año nuevo sería igual que el año anterior. Con las mismas vacas, las mismas ovejas, las mismas cabras, la misma pobreza y el mismo frío que en Navidad helaba la cara y se metía en el cuerpo. No había más esperanza. Había pasado el día de la lotería y tampoco había tocado. Nada. Nunca tocaba nada. El futuro era el trabajo. Todo ello se reflexionaba en el año nuevo. Y todos los años nuevos alguien tomaba la decisión de irse hacia otras tierras. Alguien también se moría y había que limpiar de nieve el camposanto para poder enterrarle. Debía ser muy frío el estar bajo tierra, una vez que los hombres del pueblo se volvían a sus casas. Sólo iban los hombres al cementerio. Las esposas, las mujeres se quedaban a la salida de la iglesia.

Los Reyes Magos que no llegaban nunca


Era la Navidad, el momento en que los padrinos nos daban el aguinaldo de naranjas, higos, castañas y nueces. No había juguetes. Los Reyes Magos, habitualmente, se caían al pantano, decían los padres. Y no llegaban. O tal vez había mucha nieve y los camellos no habían podido avanzar. Nunca llegaban. Días más tarde nos traían alguna peonza o algún portalápices que habían dejado los Reyes en casa de nuestras lejanas madrinas. Pero nada más. Los días de la Navidad se consumían leyendo el periódico, los libros de historias, tal vez, alguno religioso, los libros de costumbres de Pereda u otros semejantes. Pero había que leer. Inevitablemente en las noches, había que leer. Se jugaba a las cartas, al tute, a la brisca, a todo aquello que las cartas, el parchís o las damas permitían…

Vuelta a empezar


Cuando terminaban las vacaciones de Navidad, los que estudiaban volvían a la ciudad, a los pueblos importantes y nosotros esperábamos que retornara la maestra que nos volvería a contar historias que hubiera oído ella en sus Navidades. Nos contaba que era de un pueblo de la estepa castellana, en la que no había agua. La fuente la tenían a varios kilómetros del pueblo. ¿Cómo era posible, si en el nuestro todo era agua? En invierno era la nieve, en primavera el deshielo, en verano las tormentas y en otoño las lluvias antes de las nieves. ¿Cómo era posible que hubiera pueblos sin agua? Además, para allá enviábamos nosotros el agua con el río Pisuerga.

El peso de la nieve que hundía los tejados


De vez en cuando, por el peso de la nieve, alguna viga de madera, en alguna casa , en algún pajar, en alguna hornera, se rompía y había que apuntalarla para que no se hundiera con ella todo el tejado. En la primavera se iba al monte a cortar un árbol o aprovechar alguno caído para reponer la viga rota. En el invierno se daba de comer dos veces a los animales y se les soltaba a medio día para que bebieran en el río o en los pilones. Se limpiaban cada día las cuadras. Alguien, no recuerdo quién- destruyó un hermoso abrevadero que había en el pueblo. Era de piedra labrada y fue sustituído por uno de cemento. Debió descansar cuando terminó. Ni siquiera la fuente en piedra de sillería quedó en pie.

La cigüeña


Llegado el tres de febrero, día arriba, día abajo, aparecía la cigüeña volando sobre los chopos del pueblo. “Ha llegado la cigüeña” gritábamos los niños que nos asomábamos a las ventanas de la escuela para ver sus pasadas, aunque estuviera nevando. La cigüeña y su llegada simbolizaban que ya el invierno estaba avanzando. No que había pasado, sino que había transcurrido una parte importante del mismo. Cuando se iban los pastores tranhumantes a Extremadura, era que se acercaba el invierno. Cuando veíamos la cigüeña, era que el invierno se iba venciendo. O por lo menos eso nos parecía. Pero aún quedaban varios meses para que llegara el tiempo primaveral. La cigüeña echaba la nieve del nido y allí bajo la nieve o en las fuentes heladas del invierno permanecían quietos, incóviles, el macho y la hembra. Siempre decíamos la cigüeña, aunque hubiera dos. Anidaban en los chopos, al lado del molino, hasta que hacía el 6 de agosto emigraban a otroas tierras, después de haber criado. ¡Han volado los cigüeños!, era otro de los acontecimientos a tener en cuenta en nuestra mirada de niños. Les veíamos entrenarse, saltando sobre el nido, hasta que un día les observábamos volando al lado de los padres, alrededor del nido, al principio y más tarde, un día se perdían en el cielo…

DL B-35.562/2008
@Escenas de la vida rural. Oleo de Simal para este libro “Imágenes para el recuerdo”
(edición personal y limitada)


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