Con las labores de la siega, el acarreo y la trilla, estos pueblos de montaña despedían los meses de verano. Ahora, veinte años más tarde, el trillo, la veldadora, los garios y, todos los aperos que ayer se utilizaban para poner la cosecha a buen recaudo, se pudren en las tenadas o, parcialmente rescatados, se lucen en los museos.
Más o menos, cien pueblos, que en el transcurso de un siglo han tocado las más altas cotas de progreso y se han hundido al mismo tiempo con él, porque nuestra gente se fue al despuntar del mismo en busca de otros horizontes.
Ciertamente, además de la historia y el valor de cuantos se fueron, porque tras ellos dejaban media vida, una familia, un pueblo, sorprende el tesón y la fe de cuantos se quedaron. Hoy a nadie le disgusta un pueblo limpio, una casa pintada, una pared bien compuesta y un huerto bien cuidado. Si además de esto, la casa temporalmente so abre y un perro ladra en la tenada, y varios niños juegan en la plaza, intercambiándose entre ellos un poco de las dos culturas y siempre aprendiendo cosas nuevas de ambas, ese singular hecho se mantiene como un claro manifiesto dé esperanza.
Pero a nadie que entienda un poco, se le oculta la cruda realidad. La historia que aprendimos los nativos, reciclada una y otra vez , no ha perdido ese estigma que la hace tan especial para nosotros y que enamora al forastero.
Todo eso es verdad, ya lo sabemos, pero la realidad es otra cosa bien distinta. El dramatismo y la agresividad que impregnaron el ojo avizor del viejo cronista quedan detrás de ese gran fuego, cómo una mancha siempre, como un soplo; los habitantes podrán desarrollar su vida normalmente, sin olvidar nunca que la distancia es una señal inamovible de peligro, que el Parque Natural es un doble juego de los potentados: se acuerdan de la Tierra y le ponen candado.
Cien pueblos, en fin, venerados, absortos, descritos de cien formas, que tratan de ganarle tierra al olvido poniendo en la balanza un equipaje tentador: su gente, su enclave, su leyenda. La situación geográfica les hace distintos y la leyenda les mantiene en una especie de suspense. Quienes viven aquí son conscientes del sacrificio al que se exponen y el tiempo se encarga de ir limando todas las asperezas.
Pero, podemos pedir más: a los gobiernos, a los medios de comunicación, a los turistas. Por una serie compleja de leyes y atributos, les corresponde a los gobernantes decidir el reparto de bienes y de ellos depende un asunto que es clave: las vías de comunicación. Los medios hablados y escritos son el parte vivo, la memoria, cuentan la historia, mueven las piezas necesarias para que nadie se duerma en los laureles y, finalmente, los turistas disfrutan y publicitan lo que han visto cuando vuelven a sus lugares de residencia.
Arrastramos un poco de ese dramatismo y agresividad que los viejos cronistas advirtieron. Hay en el fuero interno de los propios habitantes, opiniones encontradas en cuanto a la conveniencia de promocionar el turismo en esta tierra, poro no so puede ni se debe luchar contra el proyecto maravilloso de demostrar a la gente que la montaña palentina es uno de los paraísos más bonitos del mundo.
La gran mayoría de los que ocasionalmente llegan a estos puertos, suelen regresar a sus casas con una opinión, en general, satisfactoria: los habitantes, el arte, la comida, el paisaje..., todos ellos se funden y se complementa- Al visitar una casa rural encontré en las habitaciones un sencillo bloc de notas, donde los viajeros manifestaban las impresiones recibidas, y prometían volver al mismo lugar el año próximo. En cierta ocasión, alguien a mi lado exclamó: "¡Si esto lo cogieran los catalanes!". Y algo parecido he leído después en este mismo diario a compañeros que firman en las primeras páginas. Seamos honestos: de una pequeña tierra no se pueden esperar grandes prolegómenos, y no es el problema la belleza que en su conjunto aflora, sino las dificultades que en todos los caminos se nos cruzan y que muy poca gente entiende o capta.
"El Monje de Arlanza", citado por Víctor de la Serna en la ruta de los foramontanos, reconocía ya las duras condiciones de vida a las que estuvieron sometidos los habitantes de estas tierras, y el mismo escritor, al comienzo do "Castilla Navegada", habla de una Palencia dramática, despiadada, agresiva. Cuando el viajero se adentra por vez primera en estos pagos, llega a poner en duda la existencia de unos pueblos que, encajonados en los valles, o asentados en las laderas, han permanecidos ignorados sistemáticamente por todos los gobiernos. Los escritores, al relatar su viaje por las entrañas de esta tierra, tienden a idealizarla, olvidando ese dramatismo que sólo el viejo crítico captó y contó. En torno a estos cien pueblos se mueve un mundo mágico, donde so hace puente la leyenda y el río se hace camino. El verano le tiende un lazo inmenso al emigrante, se hinchan los pueblos, la fiesta en la campera te abre la puerta del recuerdo, y todo es armonía, y todo es fuego. Entonces es normal que, quienes vienen y asisten a tales manifiestos, se prometan volver pronto, unidos sentimentalmente a estos lugares por una especie de encantamiento.
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