Uso y abuso de la fe


Recordamos su revista Pernía, ya con varios años de antigüedad y logros. Insólita publicación que, fuera de su tierra palentina, quiso ser como embajada de ella; y que, además, se convirtió en caja de resonancia de muchas voces de escritores y poetas inéditos que hasta entonces aparecían enmudecidos, teniendo muchas cosas que decir. Hacer sonar esta mudez ya fue un milagro, y sólo su fe, no sólo en él, sino en los demás, pudo alimentarlo. Contra viento y marea, luchando contra obstáculos económicos y hasta contra cotos literarios donde entrar era punto menos que imposible para el novel, consiguió —está consiguiendo— formidables frutos; primero, de continuidad; y, poco a poco, de calidad. Esta revista que hoy da la mano a los artículos de Lózar, supo crecer su planta palentina en las vascas tierras de Bilbao, donde viene diciendo mucho y bien de otras tierras y hombres de España, incluso de Hispanoamérica —colaboraciones le llegan de todos los puntos cardinales de aquende y allende el océano—, para hacerse como puente, y, lo que es mejor, tejido vital de nuestra prosa y nuestra lírica. Yo de Pernía, hablé, exaltándola, como cumplía, en mi tesis doctoral. Porque la revista paisana llevaba a cabo perfectamente la verdadera tarea de la información: informar y formar. Froilán de Lózar supo, inteligentemente, hacerse abanderado de este doble y noble cometido. Hoy, en esta introducción a nuestro folklore; es decir, en su expresión y glosa de lo que es la esencia de un pueblo, sabe estar, una vez más, a la mejor altura. Debemos agradecerle esta labor. Debemos elogiar su palabra que, impregnada del claro decir de la lengua española, sabe entrar en los amplios contornos del paisaje y de las costumbres vernáculas de los palentinos, para, sencillamente, magnificarlos.

El ha sido y vuelve a ser, un defensor generoso de los ámbitos pernianos, de estas tierras norteñás de la comarca de “Fuentes Carrionas”, donde la naturaleza, “la mejor muestra de la verdad”, al decir de San Ambrosio, puso sus galas. Debemos, sin recato, reconocérselo, ya que es capaz de hacernos contemplar la tierra y empaparnos en su sentido, como Anatol France quería. Ya al leer, al releer estos artículos, nos invita a ir a estos ámbitos. A llenarnos de ellos. A amarlos. A defenderlos. Es bueno jugar con los vientos y con las nieves. Dorarnos como el sol. Llenarnos de inmensidad. Quizá hacernos, con ella, canción. ¿Por qué no, si en los ojos tenemos siempre un horizonte agazapado y en el corazón una cadencia dormida? Hay que despertar y hacer. Froilán nos lo recomienda, tras advertirnos: “Hay que seguir bregando hasta que consigamos alejar ese somnífero que nos tiende la vida”. Porque, al hombre, como al camarón que se duerme, la corriente se lo lleva.

Termino esta presentación. Ella, creo, os ha llevado un poco al hombre. Un poco a su obra. “Por sus obras los conoceréis” —dice el Evangelio—. Aquí está la de Froilán De Lózar. Él tiene la palabra. Escúchala.


Félix Buisán Citores, Periodista y Académico de la Tello Téllez, Palencia, 1992

A la memoria de Félix Buisán Citores, periodista y maestro de quien tanto aprendí.


Se hubiera roto de la tierra el estímulo, sin la fe, sin la confianza que sus hombres y mujeres han depositado en todos y cada uno de los ritos. Fe en lo bueno y en lo malo, porque el camino que está lleno de rosas no necesita estímulos y, en cambio, el esfuerzo y la sonrisa ante las adversidades curte la vida del montañés, le prepara para los malos tragos, le sitúa sobre el camino auténtico. Fe en Dios, a quien, por otra parte, le hacen capitán de sus fracasos y triunfos. Como decía Voltaire: “Si Dios no existiera, sería preciso inventarlo”.

En algunos sociedades, como en la India, Dios está representado por varios rostros y de su cuerpo salen varios pares de brazos; aquí no, en nuestro entorno Dios tiene un rostro humano bien definido. Pocos se alejan de esa imagen que representa sus logros y carencias. Ahora bien, se vive mucho de la fe de los otros, de la suerte de los demás, de la historia sangrante que cada persona paladea a su modo, sin entender del todo algunas actuaciones y llamadas atribuidas al Todopoderoso.

Todavía recuerdo, siendo niño, aquella historia de los panes que el pueblo depositaba ante el altar por Pascua. A la salida de misa, el sacerdote lo repartía entre los monaguillos, junto a una cantidad simbólica de dinero. En el Antiguo Testamento, la fe es la actitud del hombre que, en una encrucijada se vuelve hacia Dios que le hace partícipe de un porvenir más agradable. En el Nuevo Testamento la fe se abre al presente. Y ciertamente, me pregunto: ¿Qué es la vida de las personas sin la fe? Fe que no mueve las montañas, cierto, pero que implica un gasto de energías, que supone una recompensa sin fronteras.

De ahí que la actual impresión que nos cause la comarca, de desaliento y de pobreza, se deba, en principio, a la ausencia de este elemento, sometidos cada vez más a la técnica que en todos los sentidos se nos está imponiendo; los aparatos nos han garantizado una seguridad y compañía que no encontramos en la calle, que no queremos o no podemos advertir en las personas. Tendemos a encerrarnos en nosotros mismos, lo que en los pequeños pueblos supone de algún modo la pérdida paulatina de todos esos valores que en ellos se han ido generando a través de los tiempos. Costumbres que se han ido perdiendo, pendientes como estamos de la comodidad, del confort; sometidos a una buena dosis de soledad y miedo.

La fe es, sin duda, un elemento indispensable para que la monotonía no se descuelgue y se pierda la imagen verdadera de la sociedad donde vivimos. Fe en los demás para alcanzar pequeñas pero significativas metas. Fe en nosotros mismos, porque, como dijera el escritor Antonio Gala: “Nunca podemos decir de ningún ser, de ningún gesto, de ningún instante, por modestos que sean, que no tienen sentido”. Ahora se pone fe en los alcaldes, porque, equivocadamente, se les considera responsables absolutos del bien y del mal que en su mandato se genere. Ahora se ha perdido la fe en los sacerdotes, y hablo de un pasado reciente, de un cura de pueblo generoso que por apoyar a un candidato ha perdido la fe de sus discípulos, se ha metido en el juego peligroso de confesar abiertamente su apoyo a una idea, a un hombre. Se pone fe en todo aquello que nos está perdiendo y se pierde la fe en algunas personas y modos que nos van realizando; inversión de papeles, orgullos desmedidos; engaño que, obedeciendo a un “qué dirán” de dudosa procedencia, se arrastra peregrino, como obligada sombra, por entre todos los espacios y senderos que tantas veces recorrimos.

Se pierde la fe en todo y en todos por un simple fracaso. Hacemos de una apuesta un martirio sin meta. Los pregoneros de verdad ya se han marchado; los otros, nosotros, vosotros, todos los que cantamos con mayor o menor acierto lo que vemos, hemos perdido a sus ojos aquella pizca de bondad que en otros tiempos les pareció advertir. Tal vez estemos tremendamente equivocados y la fe que no existe, o que paso a paso se ha ido resquebrajando, se deba al uso tan superficial que hicimos de ella; o dicho de otro modo, se deba al abuso, al modo de buscarlo, sin depositar un poco más de amor en este acto, haciendo un punto y aparte del resto de las cosas. La fe hay que depositarla en las personas, como personas, porque la ideología no debe estar reñida con los demás principios. La fe se pierde cuando nos dejamos llevar por las habladurías. Se habla mucho. Se culpa siempre a los demás de lo que nos sucede. Los demás siempre tienen algo que a nuestro modo de ver nos pertenece. Por eso, no se puede, no se debe jugar con la fe que nos queda, con aquella que hemos logrado conservar, de la que no hemos abusado.

Y debemos hacer acopio de fuerzas para recuperar la fe que insulsamente derrochamos.

@Folklore, para "Diario Palentino".

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