Sobre un verde intenso, que se extiende como un mar sobre este hermoso valle de Cantabria, al visitar Caloca, uno se adentra por sus empinadas callejuelas, por donde se mezclan los olores a robles, hayas y alcornoques.
Bajo la atenta mirada de dos estupendos labradores, observamos el bosque lebaniego. Una periodista viajera lo definiría como "una pincelada azafranada"; otro bloguero, escribe que estos bosques han salido de un cuento de hadas, describiendo lugares cercanos a estos de Caloca y Vendejo poblados de robles enormes y de bellísimos acebos.
Los habitantes del norte de Palencia, sobre todo los ganaderos, cuando suben a revisar los ganados que pastan en el puerto de Pineda, suelen mirar hacia este pueblo desde el ojo de Vistruey, en Casavegas y es por este motivo que algo me empujó a visitarlo el pasado mes de agosto, para dejar constancia de una forma de vida, incluso diferente a la vida de los nuestros. No hablamos de un pueblo viejo, algunos aseguran que es un pueblo de 400 años, pero hay muchos detalles que nos hacen volver la vista: la panera que sobresale por los muros de alguna de sus casas; la larga escalera que nos sube a la iglesia, el potro de herrar, la cantina y un conjunto de casas rurales que invitan a conocer la abnegada vida de sus gentes. Tan dura como hermosa. Tan arriesgada como envidiable; en primavera, como un inmenso mar de verde y en otoño con tonos ocres de una hermosura sin igual.
Aquí los quesucos tienen denominación de origen, y el borono, y los embutidos de venado, sin olvidarnos del cocido lebaniego, plato obligado si llegas a estos lugares de Cantabria.
Dejamos para otro rato el Valle de Cereceda, con pueblos como Bárago, de donde guardo algunos recuerdos juveniles; Cosgaya, ya de camino hacia Espinama y Fuente Dé, una de cuyas pistas nos conduce hacia el collado de Llesba, junto al Puerto de San Glorio, rincones, todos, como salidos de ese cuento de hadas.
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