Siempre hay una razón para volver, para seguir, para no marcharse, como siempre habrá gente que pase indiferente ante el volcán que se le viene encima, en forma de patrimonio caído, en forma de pueblo abandonado, o de alguna de las mil maneras que te van advirtiendo de la tragedia, de la soledad, de la muerte.
Hace cuarenta años que llené la mochila de latidos. Un bolso de ruidos y recuerdos, cuando las eras estaban llenas de trillos y de gente que carreteaba sin cesar; cuando, con el elemento recién segado; cuando, con el grano recién recogido. Un bolso lleno de rostros sorprendidos. Un secretario, un maestro, un cura y un farmacéutico que eran los personajes principales de una novela costumbrista, con su casona en lo más alto; callejuelas que iban a dar al rio; la plaza con su rollo, el herrero a la puerta de la fragua.
Un macuto lleno de reyes magos, cuando escenificabas aquella leyenda que hablaba de un tío muy celoso, que le envió por un despeñadero a su princesa en una noche de tormenta, o el fenómeno de una fuente en un lugar del valle de los Redondos, que manaba hacia abajo sin que de derramase una gota de agua de la pila, tal y como lo describe Barrio y Mier hace 300 años. Ya digo que eché mucha paciencia y lo hice únicamente con el afán de encontrar una respuesta, pero para que la costumbre no se pierda, y alguien nos conteste necesitamos tiempo. Decía Salvador Dalí: “El tiempo es una de las pocas cosas importantes que nos quedan.”
Desgraciadamente, por todo lo que he visto y he vivido, yo creo que las puestas en valor de las cosas no se hicieron para que las disfrutaran quienes pelearon y soñaron con ellas.
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