Revisando estos días el trabajo sobre el perniano que brilló en México, vuelvo a encontrarme con Isabel Pesado, casada con un hijo de Mier, en México, que viaja por Europa y recala en el valle de Redondo, con la intención de conocer la tierra de los ancestros de su marido.
Isabel, la mujer que nació poeta -aseguran los cronistas-, y a quien ya le venía de casta el oficio de las palabras, era hija de José Joaquín Pesado, uno de los literatos más ilustres de México, personaje en cuya ficha hoy me detengo. José Joaquín había nacido en 1801 en Palmar de Bravo, estado mexicano de Puebla, era hijo de un emigrante gallego y llegó a ser ministro del Interior en 1838 y de Relaciones Exteriores en 1845. Fue redactor del periódico “La Oposición” y entre los numerosos nombramientos, fue miembro de la Academia de Letrán, formó parte de la Academia de la Lengua y fue miembro correspondiente de la Real Academia Española. Los grandes poetas que vivieron en aquel momento de la historia, ya le apodaban “príncipe”, que era un apelativo cariñoso con el que José trataba a los más íntimos.
Entre las muchas anécdotas que protagonizó, una que he encontrado, explica su modestia. Todos habían abandonado, cuentan, al poeta y editor Ignacio Rodríguez Galván y sólo él le siguió facilitando textos. Porque era rico, estaba bien situado social y económicamente y era humilde.
Son vidas de las que bebemos, intentando que no se pare el mundo. José María Roa Bárcena escribió sobre su amigo y correligionario, pero quedan algunas imprecisiones y nadie fue al rescate de su correspondencia privada, o los borradores de sus poemas.
Quien pasa por la vida con esa vitalidad, suele dejarlo impreso en cada paso y, probablemente, nos seguiría sorprendiendo su obra, que al final quedó empañada por los pleitos habidos entre sus descendientes. Dice el cronista que algunos de sus descendientes llegaron a extremos tan lamentables y vergonzosos que salieron muertos o heridos, en el sentido literal de las palabras.
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