Uno siempre termina por regresar a sus orígenes. Tal y como se está poniendo el mundo, uno lo que celebra de verdad es la independencia de su casa. Que no faltará quién te llame cobarde por hacer lo que haces, con la libertad que de tu adentro clama, con la soledad que todo lo conquista por este norte nuestro tan denostado y tan aislado.
Pero entiendes entonces lo efímero del tiempo, cuando has llegado casi al límite sin haberse resuelto ese misterio de la vida. Y otras pequeñas causas que se han ido perdiendo en ese regreso hacia la despoblación de los lugares. Dónde está, por ejemplo, aquel código interno que tu aprendiste a interpretar sin muchos libros, que te pedía respeto para los demás aunque pensaran diferente, que te empujaba a ayudarles gustoso en la siembra y en la recolección. Y con qué placer tirabas de las herramientas para acudir en ayuda del vecino. Y cómo se recordaba después ante otros miembros de la comunidad los reveses del invierno que nos dejaba a la puerta de casa neveros tan gigantescos e increíbles. Y cómo sacabas tiempo para cantar los reyes o las marzas. Y cómo lo celebrabas luego con lo mejor de la matanza.
Ahora que todo tiembla, que todos nos altera; ahora que todo lo confundimos, ahora que no contemplamos ni un gramo de ilusión y de cordura en el trabajo de los otros, ahora que a todo le ponemos cortapisas y banderas… Ahora es cuando se nos empieza a resquebrajar el mundo, ahora es cuando todo se nos viene encima. No hay arreglo y aunque lo hubiera no lo contemplaríamos.
Estamos desbordados. Estamos en pie de guerra contra el mundo. Estamos solos. Ciegos ante el lamento de tantas personas necesitadas de cariño. Bien entretenidos en lo nuestro.
Uno siempre termina arrepentido de no haber aprovechado más el tiempo, que es lo que te enseña de verdad a valorar tantas pequeñas cosas.
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