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Como el pobre hornero

Cuando viajé por Italia me impresionó la leyenda del hornero. Cuentan que en las calles de Venecia apareció un hombre asesinado y la justicia se cebó en el hornero porque la funda de su daga coincidía exactamente con el arma homicida.



De coincidencias sabemos ya bastante por estos pagos, sirva como ejemplo lo ocurrido a primeros del pasado siglo cuando asesinaron a un indiano y culparon del hecho a un vecino de Areños. Entonces la Guardia Civil le infringió horrendos castigos, basando su versión en las motas de sangre que tenia en la albarcas, y que luego se confirmó pertenecían al gocho que había sacrificado. En fin, esa es una historia novelada que algún día -si tenemos salud y suerte- verá la luz con muchos y variados ingredientes. Lo cierto es que -prosigo con la historia motivo de este artículo- la Inquisición condenó al hornero a morir después de un largo juicio en el que el hombre juró y perjuró ser inocente del crimen que le imputaban. Todo lo que trató de demostrar resultó inútil para el tribunal que implacable dictó sentencia.

Años más tarde murió un rico patricio que antes de expirar se confesó autor del crimen. La Inquisición, a tal de ocultar el crimen cometido en la figura del pobre hornero, lo reconoció públicamente y mandó construir un pequeño monolito al extremo del cual se colocan dos lámparas que desde entonces no han dejado de lucir un momento. Por si esto no fuera suficiente, en cada uno de los juicios que posteriormente se celebraban, por tres veces consecutivas se dejaba oír una voz en el atril. "Acuérdense dil povero fornaretto".

Como aquella leyenda, como la historia que debió conmover a la gente de este contorno a primeros de siglo y para la que me gustaría encontrar un editor antes de morirme, se narran otras que sirven de moneda para explicar muchos casos que a simple vista no entendemos.

Pongamos el caso del hornero de Venecia. Aquí también hemos llorado, hemos rezado, hemos esperado, hemos insistido en las situaciones que a veces con tanta carga de injusticia venimos padeciendo. Nadie nos ha creído. Nadie se ha prestado a valorarlo y a exigir al gobierno regional ni un 0,7 por ciento para remediarlo... 

Durante años, nuestros lamentos, los gritos de muchas personas que como nosotros creyeron en su pueblo, quedaron como recuerdo en el papel. Este diario ha sido testigo de muchas firmas comprometidas en la defensa de la tierra. Ahora parece que las cosas quieren cambiar. Cambiando muy despacio, con muchas lupas de aumento por delante, pero cambiando poco a poco, paso a paso. Y puede que ahí resida la respuesta. Y puede que ese sea el reconocimiento al que nos hemos hecho merecedores todos, unos en silencio, otros denunciando. Algunos ya han reconocido que se han equivocado al darse de bruces con la potente imagen de esta tierra marginada durante tantos años. Y de verdad, que nunca es tarde.

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