Sabemos que las cosas están tan mal para muchas familias, que tienen que arreglarse con lo poco que entra en casa de la pensión de los abuelos; a otros muchos, apenas les llega lo que ganan trabajando para pagar las deudas.
Uno lo ve al salir a la calle, en el local de Cáritas que dispensa comida dos días a la semana; lo percibe en el semblante de las personas que ya de último, a lo único que aspiran, es a vivir con lo mínimo, a vivir en paz. Entre los compañeros de trabajo suele salir a colación cada día toda esta rémora que traemos a rastras desde que nos dijeron que habíamos entrado en recesión. Aunque hay pequeños golpes de fortuna con los que algunos se liberan un poco, bien sea en el terreno emocional, bien sea en el económico, que no han de ocuparlo todo las penas y quebrantos, también es evidente que para algunos la recesión dura toda la vida. Hace unos días, en el descanso, una de las compañeras de trabajo con un largo bagaje de experiencia, que ha vivido durante unos años en Francia, mencionó lo de la calidad de vida, que para ella implicaba sobre todo, lo que en este rincón venimos pregonando desde hace muchos años: todo lo que tiene que ver con el paisaje, una casita en un pueblo pequeño, muchos caminos tranquilos para andar, para oler... en una palabra para vivir desde otro plano diferente esta corta vida que nos ha tocado. Lo había estado discutiendo con su pareja durante mucho tiempo y el sueño lo tienen ahí, pendiente de que la dichosa recesión baje la mano y de un respiro, que tampoco se nos augura un cambio a mejor en varios años.
Ni todo es tan deprimente y peligroso como parece difundirse a través de los medios, ni todo es tan bucólico como creemos percibir en los pequeños pueblos. Ni aquí ni allí hay un bálsamo que todo lo arregle. Es como la convivencia. Y conviene advertir a quienes todo lo ven blanco o negro que ni todo lo peor está donde vivimos, ni todo lo mejor está donde soñamos.
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