Meses atrás, con motivo de la boda de una prima, me encontré en Quintanilla de las Torres con gran parte de mi familia. Es gratificante volver a tu tierra y encontrarte con aquellos que compartieron contigo tantas historias. En todos los rostros quise adivinar la misma sensación, hasta en la poesía del cura del Cerrato que los casó. Al terminar la ceremonia, uno de los invitados, Apolinar, 97 años, primo más directo de la afortunada, se acercó a saludarme. Si a menudo sorprende la categoría humana de estas gentes, ayer protagonistas, volver a encontrarlos a los seis años con el mismo ímpetu y la misma memoria, es algo que impresiona.
Un siglo entero. De lado a lado de la montaña. Viviendo. Dando vida a los pueblos por donde fue pasando.
Ramón Roldán, otro de los protagonistas, mucho más joven, sacerdote de Pernía y Castillería, que conoce todos y cada uno de los impedimentos que conlleva vivir en la montaña, escribe en la revista “Sementera”: “En el mundo rural somo alguien: nos conocemos, tenemos nombre e historia. Somos solidarios en la enfermedad, en la necesidad. Se atiende a los mayores...” Y a renglón seguido se lamenta de las oportunidades que dejamos pasar, de nuestra manera de encarar los problemas, como esperando siempre que alguien venga de fuera a resolverlos.
Y básicamente estoy de acuerdo. Disfrutan de un entorno natural envidiable. Aprenden a valorar las cosas de otro modo, pero es verdad también y hay que decirlo, que hay demasiadas ausencias, demasiadas críticas, demasiadas envidias. Se juega con frecuencia a restarle valor a las actividades e iniciativas de los otros y dejamos de creer en la ayuda sincera que los demás nos prestan. A veces no sólo no creemos, sino que rechazamos de plano las manos extendidas. A estas alturas, metido de lleno en una ciudad que ha experimentado notables cambios, pueden creerme, me siento sorprendido por el silencio que parece impuesto y aún con todos los defectos que puedan aflorar en los pequeños pueblos, sigo añorando el calor humano de mi tierra. En la memoria está la llama de aquel tiempo ya irrecuperable, pero motor a veces suficiente para enfrentarse a todo lo que venga. En la memoria está la gente, que te recuerda siendo niño travieso, que te recibe como a un hijo...
Porque nos criticamos mutuamente –son muchos los defectos–, pero en el último poso siempre queda una pizca de añoranza. Este encuentro fortuito con la gente apaga por un momento la visión de futuro donde vislumbramos la desaparición de estos pueblos hoy vivos.
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