Cuando el pasado veinticinco de agosto llegó el equipo de televisión española a Verdeña, para realizar un amplio reportaje sobre el bosque de fósiles, entendí que se cumplía uno de mis primeros sueños. Mucho antes de que Ángel Gómez, su actual alcalde, decidiera elevarlo a la primera potencia turística de los valles del norte, ya miraba yo embelesado desde su plaza vieja y percibía una sensación de bienestar que ni mi propio pueblo pudo darme.
Noel Clarasó, escritor español, lanzó una frase al viento, un pensamiento "tipo" José María Fernández Nieto, que servirá para darle efecto y sentido al presente artículo:
"Lanza primero tu corazón, y tu caballo saltará el obstáculo. Muchos desfallecen ante el obstáculo. Son los que no han lanzado primero el corazón".
Yo vivo observando las cosas y, pese a todos los contrapuntos que puedan derivarse de mi análisis, y pese a todos los impedimentos que aseguren encontrar los demás observadores en las mismas historias o personas en las que yo me fijo, debo rendirme muy claramente ante quienes llevan por delante el corazón. Un buen ejemplo es Robert Wagner Boon, catedrático que me trae enseguida el recuerdo de nuestro añorado Felipe Calvo. De complexión muy parecida, metiendo en medio de una explicación histórica de enorme envergadura, pequeñas cuñas humorísticas, lo que hace generar de inmediato una corriente de simpatía entre el maestro que expone la lección y sus alumnos, en este caso el pueblo de Verdeña, los orígenes de un bosque de fósiles cuya antigüedad se ha calculado, agárrense a la silla, en 300 millones de años. Alguien, en algún momento del rodaje, indagó acerca de su posible deterioro, aludiendo con razón a los rigores del invierno, los animales sueltos, los visitantes sin escrúpulos que ya arrancaron trozos de la pared vertical donde se recogen tan importantes vestigios, temores a los que el paleontólogo enseguida pone remedio:
"Tranquilos, no se preocupen ustedes, porque de cualquier modo este descubrimiento sobrevivirá a todos nosotros".
Lo que ya se hace más difícil de explicar, más incluso que la evolución humana, es el tremendo cataclismo que alteró la tierra y levantó una montaña donde antes reinaba un mar. Roberto habla de la montaña como si fuera parte suya, que lo es en el mejor de los sentidos, apurando pinceladas históricas que cambian de alguna manera esa visión que siempre tuvimos de ella. De este modo las cosas, tenemos al político que vislumbró el futuro y tejió la leyenda en la que, acaso inconscientemente, fue aventurando la realidad más cruda. Pero no se conformó con desgranar una leyenda. Temiendo que el abandono de los pueblos pudiera hacerse realidad algún día y para que no quedaran en el olvido tantas cosas, fue describiendo con precisión cada momento: las tierras, los vestidos, los usos y costumbres...
Por otro lado, el paleontólogo creyó ver el pasado descrito en una piedra: las luces, los colores, las formas; la posición y el estado de los árboles, la eclosión final que catapultó todo creando un universo de piedras venerables allí donde antes todo lo cubría el agua. Un hombre está entre ambos, tratando de levantar con la mejor gestión que entiende un rincón milenario. Ángel Gómez ha apostado muy fuerte. No es un hombre contemplativo. No es alguien que se quede tranquilo, divagando sobre la intuición del político o el raciocinio del investigador.
Ellos ya hicieron su trabajo. Ahora le toca a él engalanar las plazas, empedrar los caminos, habilitar los edificios... Le preocupa el pueblo y ha lanzado por delante su corazón a la batalla. El bosque de fósiles o el museo del oso surgen luego, como si la suerte se aliara de verdad con el que ha puesto todo su empeño en cambiar la piel de un pequeño y perdido pueblo en los confines de la vieja Castilla.
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