Más que comparanzas, que siempre nos conducen a enfrentamientos inútiles, he tratado de localizar vínculos, lazos y paisajes que nos unan. Yo he sido por obligación y por devoción un viajero de mi tierra. He buscado sensaciones diferentes por las tierras hermanas de España, y como bien señalo en un capítulo inédito que aparecerá en el que será mi primer libro (1), he bebido de todas.
Cantabria ha sido la primera. La hermana carnal, la prima hermana. Fuéramos o no antepasados suyos, tengamos o no sus mismos rasgos, conservamos algunas de sus costumbres; nos expresamos en muchas ocasiones con sus mismas palabras; rompemos las sombras del invierno con idénticos pasos y temores, en pueblos que, sin dejar de ser hermosos, llevan como nosotros esa misma carga año tras año.
Hoy mismo he roto los zapatos “Deva” arriba. Por Espinama a Fuente Dé, dejando atrás, cerca de Potes, la Cruz que hace mil años trajo el Santo Toribio a este valle de Liébana.
Sabemos que las gargantas del “Cares” son profundas; que Peñalabra, de cerca, es una balsa; yo sé, porque lo he visto, que “El Curavacas”, allá por donde luce Sierra de Alba, es un espejo, y que otro tanto o más tiene de bello Ribadesella, Gijón, Llanes, Cangas de Onís…, pero Cantabria es diferente. Nos identificamos plenamente con ella por la montaña, por el agua, por los desfiladeros.
También por los cantares.
Nacen en la Cueva Cobre,
entre peñas escarpadas
de la Sierra de Redondo,
y pasan junto a Tremaya.
Gabriel González, "el dios de la Pernía".
Aquí se refleja el agua, las piedras, los pueblos. Y más adelante, ya al final de la poesía, el fruto:
Llegando a Valladolid,
la capital de pintores,
mucho tomate y pimiento
y qué ricos los melones.
Gabriel González, "el dios de la Pernía".
En la región hermana, se cantaba:
Si las Peñas de Lebeña
fueran de queso picón,
las habrían derribado
Peña Labra y La Masón.
Si a tal de proyectarnos por Valdeprado abajo, nos dirigimos a San Vicente de la Barquera, por Salcedo, dejando en ese medio la Sierra de Peña Sagra, llegará a deslumbramos la montaña, nos sentiremos cántabros de nacimiento —ya dicen que lo fuimos cuando Fernán González—, y se repetirán idénticos afanes, miedos idénticos a la soledad, a la carencia de medios y al invierno.
Polaciones buena tierra,
pero nieva de contínuo,
el que no mata “lechón”
pasa el invierno jodido.
“El hombre —escribió Victor de la Serna— ha saturado con cemento la primera herida que El Ebro le hace a la tierra española antes de poseerla. (Las otras son las de Valderredible y Orbaneja, que simula castillos y arcos en una roca rosada).“ Contornos simétricos, idénticos, cada uno con sus propias costumbres. Danzas ancestrales de allá que los de acá valoran, y viceversa, porque en los dos lados laten culturas similares. Si allá el lechazo es plato obligado por San Blas, aquí lo es por Pascua. Dietas y procesiones nos vuelven a encontrar en el camino, llueva o nieve, haga frío o calor; aquí el patrón, allí los santuarios, donde cuentan los escritores costumbristas hermanos que llegan lebaniegos del fin del mundo a llevar un ratuco las andas… Allí vamos a la mar, como patos al agua;. Aquí suben a la Venta para repostar su bodega de vino de la Mancha. Añoranzas, cucañas, canciones y ferias de ganado. Potes arde en septiembre. Todo sabe a queso picón en la villa del Deva y el Quiviesa, y allí ponen su mercadillo los artesanos nuestros. Devoción y jarana, folklore marinero y en septiembre, cuando en nuestra capital luce San Antolín, a unos kilómetros de “La Pernía” vuelve la feria a “La Laguna” o el baile romero de Pejanda. A lo alto y a lo bajo, Cantabria hermana nos une de camino, nos introduce lenta y suavemente en sus paisajes y la fiesta se hace en cualquier prado, en cualquier pueblo. Y a veces, muchas, la diversión no está en las flores, ni en las carrozas, ni en los grandiosos espectáculos. A veces, algunas, la fiesta se hace en la bolera, entre pinchos de queso y de cecina, jugándose en dura lid el completo, rememorando aquellas enramadas o las marzas; paisanos de coraje que se fueron con el último invierno. Antaño, cuando los israelitas estaban a punto de iniciar un viaje, depositaban un clavo de hierro entre las grietas del muro occidental de las lamentaciones en señal de apego a su patria. De igual modo, cuando el montañés se aleja en busca de futuro hacia otras tierras, deja la herencia, deja las costumbres, deja los usos, como si fueran una parte importante de su vida. Cuando vuelve de vacaciones asiste al deterioro de esa imagen. Y sabemos que no es culpa de nadie. Es cuestión de comprensión. Cambia el mundo y así debemos aceptarlo. De nada sirve avivar unas imágenes del pasado que nadie asimilará de igual manera. El folklore sigue con la vida, hacia otros escenarios, en busca de otras pautas, a ambos lados de los montes que nos separan y nos unen. Todavía queda vida y belleza a borbotones. A intervalos, en algún lugar se encuentran dos culturas, y al fuego de la amistad que retuvieron, van interpretando con cierto orgullo los recuerdos que emanan de ellos.
El futuro está ahí mismo.
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(1) “Viaje a través de la Montaña”, de la colección “Últimas crónicas del norte”, publicado en 1989.
Imagen: José Luis Estalayo.
@Artículo publicado en la década de los 80 en "Diario Palentino".
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