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El Ribero pintado

No he sido capaz de escribir ni una línea. Eran tantos los frentes abiertos, tal era la obsesión por renombrar hechos y sucedidos, que apenas cuatro pasos de bolígrafo se me hacían cuesta arriba. Y hete aquí que, aunque todo parece conocido, aunque todos los rincones te parecen trotados, sabes que siempre hay un sendero que no anduviste, donde al decir de las gentes se halla un tesoro, vestigios de nuestros antepasados que tanto atractivo despiertan en las nuevas generaciones de turistas.



Tan extenso y variado es nuestro Parque Natural que incluso quienes viven en él parecen sorprendidos y asustados cuando los que llegan de fuera, les alertan de las riquezas que se esconden “tras os montes y valles”.

Y uno todavía se sorprende a los 46 años cuando llega a su tierra, descuelga el jamón y la bota, prepara la tortilla, mete en la mochila unas botellas de agua y se va monte arriba a descubrir un rincón nuevo. Ya lo ven, ventitantos años hablando de la montaña, llamando a su conquista, pidiendo a las autoridades que se muevan para promocionarla, y vamos a toparnos con un rincón de ensueño en el profundo valle de los Redondos, por encima de “Montebismo”, la última empresa minera de esas latitudes, el último vestigio de una historia que llenó de luces y de sombras esta tierra.

Jesús González, que habita en la casa que fue de los “Grimaldi”, me reprocha cariñosamente este hueco en mi memoria. “Hombre, Lózar, sigo desde hace tiempo tus artículos y me ha extrañado que nunca hicieras referencia al Ribero Pintado”.

Adentrarse en el Valle de los Redondos es una gozada para la vista. Después de atravesar pueblos donde abundan escudos y blasones del siglo XVII, dejando a nuestras espaldas las emblemáticas Peñas del Moro, que dan pie a la leyenda de Viarce, uno se adentra en una tierra virgen, valle agreste donde tanto tiene que decir la botánica, uno de los reductos de mayor valor ecológico de la cornisa cantábrica, al decir de los investigadores y amantes de la naturaleza.

Avanzamos por el camino que enseguida nos muestra la verdadera imagen de Tres Mares. A los pies de la sierra se abre un extenso valle, donde las piedras parecen incrustadas en el césped, en una especie de pequeña maqueta de “Las Tuerces”.

Zurrón al suelo, trago de agua, el olor del chorizo que te anima el estómago, la tortilla que aquí en los campos sabe a gloria bendita, allí nos aposentamos frente a una manada de caballos. De pronto, ante nuestros ojos asombrados, se abre una imagen nueva, en la falda de un monte, como construida a propósito por los antiguos moradores de esta zona, pero capricho al fin de la Naturaleza, impresionantes vetas coloreadas, como si se tratara de mosaicos adheridos con ventosas a la tierra.

A medida que van ganando altura, los colores se mezclan, cuándo anaranjados, cuándo verdosos, de mil colores diferentes. El Ribero Pintado es la parte mágica del valle, a un paso de la sierra. El camino es una constante cascada de sonidos hasta salvar los tres kilómetros que separan ese lugar encantado del pueblo de Santamaría.

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