Es una expresión que solemos utilizar cuando estamos en la gloria, cuando no duele nada, cuando el sueño es hermoso. En todo momento he procurado huir del pesimismo y más en una columna del diario, donde se necesita ahora más que nunca ilusión y gente que te anime, que la vida son dos días y no vamos a estar de plañideras de continuo.
Lo cierto es que, cuando regresamos a esa normalidad tan anunciada, volví a San Salvador y me centré en la ilusión que ahora ocupa mis días, una biblioteca-museo donde hablen los libros, que siempre vienen a contarnos cómo salir de la oscuridad, cómo vencer a la opresión, cómo encontrar la paz. En ellos se reflejan las luchas, las inquinas familiares por una herencia, las guerras vecinales por un terreno... Batallas viejas que siguen vigentes, amores condenados por el mundo a añorarse desde la distancia. Se querían mucho pero medió el entendimiento de los más allegados, para decir que era una pena, pero que debían seguir por caminos distintos. Miro los libros que hay sobre mi mesita y pienso que no hemos madurado nada, que tanta libertad ganada en tantos caminos, solo sirve para pisotear los sueños de quienes llegan detrás, a quienes cada día se les pone la vida más y más difícil.
Es otoño otra vez. Toca reflexionar. Toca agradecer que estamos vivos, aunque no estemos juntos; que nos queremos, aunque estemos con otros; que en medio de este infierno de pandemias y miedos, estamos sentados a la lumbre, con un libro entre las manos, mientras ahí afuera late la paz de un pueblo entero. Que no necesitamos más. Que estamos en el cielo.
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