Ninfa, una mujer del norte



Así la escribe su nieto, nuestro seguidor y amigo.
Allí nació. Allí vivió. Allí murió.

Por José Luis Estalayo


A principios del siglo XX nació en Tremaya una niña cuyo futuro se preveía muy incierto. De pequeña tuvo que ir a servir en los pueblos aledaños para ganarse un mendrugo de pan y poder saciar el hambre.

Ninfa, mi abuela, era una mujer profundamente humana y sencilla. Mujer activa, de esas decididas que alcanzan todo lo que se proponen a base del trabajo duro y constante y superando los obstáculos. Mujer de carácter lleno de nobleza, como toda castellana, cercana, afectiva, tierna, generosa, abnegada, con voluntad firme. Mujer de elevados valores cristianos, respeto y consideración por los demás. Su naturalidad, ausencia de prejuicios y de falsas apariencias, la hizo especial. Mujer con imaginación, lejos de ver pasar la vida, la vivía. Mujer sencilla, sin ningún acontecimiento relevante que llamara la atención del mundo.

Dedicada a su terruño no le afectaron mayormente los avatares de la historia que le tocó vivir. La II República con los temas de la tierra, de los obreros, el regionalismo y el religioso sin resolver. Los tres años de la guerra civil, el período franquista.

Pero su pueblo, Tremaya, reflejando la inmensa belleza de sus bosques y campos, verdes en verano, multicolores en la primavera, llenos de frutos en el otoño y de nieve en el invierno, vivía en paz. 

Tremaya tiene su origen en los asentamiento que los benedictinos en los primeros siglos de nuestra era iban sembrando al buscar el contacto con la naturaleza y sus bondades. Tuvieron que ser ellos los que dieron nombre a este pueblo que emerge entre bosques y praderas, surcado por el río Pisuerga y con casas de piedra en una de las cuales (que se quemó en dos ocasiones) nació Ninfa un 2 de enero a las 11 de la noche.

El ambiente de su familia era profundamente cristiano. Su madre, Florentina (de Herreruela) era trabajadora y caritativa. El padre, Joaquín (de Tremaya), dentro de sus escasas posibilidades, nunca negó a nadie un favor. Ambos crearon un ambiente de paz y generosidad en la casa. Lo recuerdo muy bien, aunque yo era muy pequeño, que en nuestra casa siempre recibió alojamiento, acogida y comida un mendigo que dormía todos los años al calor de la trébede.

Sus abuelos paternos, Gregorio de Mier y Juana Gómez de Tremaya se casaron el 2 de agosto de 1873. Los maternos, Marcos Mediavilla y Gaspara Vielba, eran de Herreruela. Como cualquier muchacha de su edad iba al baile y al río Pisuerga a bañarse. Asistía a las fiestas de los pueblos vecinos con sus amigas y al servicio dominical en la iglesia todos los domingos. Pero por encima de todo, trabajaba.

Mi abuela ignoró que era contemporánea de Unamuno, Freud, García Lorca, Picasso, Huxley y Theilhard de Chardin.

Mientras Gandhi iniciaba la marcha de la sal, mi abuela, si el tiempo se lo permitía, con una horca se iba “a bater los praos abonaos” esparciendo el abono, para que se deshiciera. En el horno de la casa hacia panes, tortas y roscos.

José Ortega y Gasset publica “La rebelión de las masas” y Ninfa festejaba los zamarrones, abasnaba los praos con la “basna” a la que se le ponía un peso para desmenuzar y esparcir el abono. Si entraba agua en un prao lo canalizaba y lo limpiaba de piedras y otras malezas, hojarasca, maderas, para que, a la hora de la siega no se estragara el dalle.

Cuando Fleming descubría la penicilina, Rutherford el láser, James Watson con Francis Crick el código genético y Albert Eintein la fórmula E = mc2, mi abuela quitaba los cardos de los trigos para hacer los haces a su tiempo sin pincharse. Sembraba el mesino que tenía el grano más pequeño pero con la ventaja que se hacía en tres meses. Sembraba el sirvendo (centeno de ciclo corto), el tresmesino, cebada y avena.

Al mismo tiempo que Edwin Hubble demostraba la teoría del big bang, los esposos Curie descubrían la radioactividad, Karmeling Onnes la creación del microchip y la fibra óptica y Yuri Gagarin completaba el primer vuelo espacial tripulado por humanos, mi abuela preparaba la tierra arándola y rompiendo los cabones para sembrar las patatas, y las sembraba, así como el trigo, la cebada, garbanzos, titos y mesino. Una vez sembradas las patatas, las excavaba para quitar las hierbas, y si el tiempo era propicio y los jabalíes no se las comían, en octubre procedía a su recolección.

Cuando naufragaba el Titanic, Barnard hacía el primer trasplante de corazón y Neil Armstrong pisaba la luna, ella quitaba el abono de los corrales, empezaba a segar los praos, daba la vuelta a la hierba que una vez seca, cargaba en el carro con el horcón de 4 púas para llevarla al pajar donde la estibaba con mucho sudor y polvo, sin perder de vista a las vacas que llenas de tábanos no paraban de moverse.

Mientras Europa se debatía en la segunda guerra mundial que dejó 45 millones de muertos, mi abuela empezaba a segar los centenos ya curados, el “trempano” y el trigo, comenzando la agotadora faena de la trilla. Después de darle vueltas toda la mañana con el trillo, amontonaba el resultado con el gario para luego, con el bieldo, aventarlo al aire a fin de separar la paja del grano, actividad que completaba ayudándose con el cribón, el ceazo y la criba. Metía el grano en costales y lo depositaba en arcas para protegerlo de los ratones. Limpiaba la era y recogía el tamo. 

Mi abuela no sabía que, al tiempo que se fundaba la ONU, se bombardeaba Hiroshima y Nagasaki. se asesinaba a J. F. Kennedy, se desembarcaba en Normandía, se hacía la revolución mexicana y Ravel componía su famoso bolero, ella estaba sacando las primeras patatas para ir comiendo y sembrando en su lugar el centeno, haciendo la leña y la hoja que en invierno alimentaría a las ovejas, transportando la hoja en el carro mocho, sin armadura, para que no se desparramara en el camino y cociendo de nuevo el pan.

A la par que es fusilado Mussolini, se suicida Hitler, el Japón se rinde, nace el estado de Israel, Mao-Tsé-tung proclama la República Popular de China, y se fabrica la primera computadora, élla cosechaba las patatas con el arado complementado con el accesorio de las ensurcaderas y las clasificaba en tres montones: las grandes para comer en casa, las medianas para sembrar y las chicas para los cerdos. 

En el mes de noviembre empezaba a abonar los praos. llevaba el “teacete” consistente en huevos y pan para que el sacerdote cantara un responso en la sepultura por sus difuntos, hacía algún charco en los praos, alguna presa, o quitaba los cardos. Si no sacaba las vacas a pacer.

Por San Martín hacía la matanza del cerdo del cual se aprovechaba todo menos las cazuñas. Un trabajo duro y tedioso pero esperanzador para en diciembre, por la Inmaculada, se esmeraba en preparar las migas. Echaba en la caldera lomo, morcilla, chorizos, manzanas, ajos, cebollas, costillas, etc. 

Y en el resto del invierno, teniendo los animales en las cuadras porque no podían salir al campo debido a la nieve, no había descanso tampoco dándose a la tarea de echarles todos los días de comer, llevarlos al río a beber agua, limpiando las boñigas, haciendo lumbre… 

Quizás enero era el mejor mes de la temporada para ella, y aunque no cesaba el trabajo, este disminuía un poco. 

De esta forma, mientras se mezclaba con la cuartilla, media fanega, la romana, la pala, el celemín, el bieldo, la horca, la criba, el arado, el rastro, el cedazo, la guadaña, el yugo, la yugueta, y visitaba sus praos buscando los mojones protegida por unas albarcas, a pesar de beber un buen vaso de vino en cada comida, su vida se iba extinguiendo, hasta que, después de recitarme de carretilla todas las provincias de España en orden alfabético, cantarme “Estas noche son los reyes” y rezar el “Ave María” a sus 97 años se fue con la misma naturalidad con la que había nacido.


Texcoco, 28 de noviembre del 2008


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