A quién le importa

Muchos años colaborando en la prensa no le dan a uno la razón sobre todas las cosas. Ni tan siquiera, sobre aquellos asuntos que conoce mejor, porque le han preocupado, porque ha vivido cerca, porque parte de su familia sigue al frente del cañón en una época tan controvertida y difícil para todas las partes.




No hemos pedido una tribuna. Se nos ha concedido en base a una serie de normas que le dan en la cara al tío más pintado y que no aparecen escritas en ningún documento.
Mi supuesta valentía o la equivocación que otros entienden en mis juicios, no me aporta ni hormonas, ni dinero negro, ni calidad de vida.

Estoy empeñado —como suele decirse—, hasta las cejas en la defensa y la promoción de nuestra tierra. Ese no es el sueño de la gente normal. Uno nace, juega y se divierte, hasta que, según la tradición y el sentido común, entra en razón, se pone serio y se mete en la coraza suya, de su quehacer, de su negocio, de su familia, de “las casas de sus vidas”, de los “triunfos de sus operaciones”... Y todo lleno de sustantivos dominantes que parecen la fuente y la señal para el futuro de toda vida humana.

Que un niño o una niña sientan a tan temprana edad la llamada del triunfo, tal y como se miden hoy las cosas, y la televisión se llene de hombres y mujeres que a golpe de un vocabulario soez se tiran puñetazos y descarnados mensajes a la cara, y que esas televisiones sean las primeras en audiencia, indica más que nada la degradación y el deterioro de nuestra vista, la pérdida de nuestros escrúpulos, lo que nos lleva a exponer ante el mundo nuestra mísera historia. Porque, qué pueden aportar a nuestra vida, sino resentimiento y frustración, esas vidas marchitas cuyo objetivo último es el dinero por el dinero, el sexo por el sexo, el insulto por toda respuesta.

Me gustaría dejar claros algunos conceptos, algunos renglones que he notado torcidos, algunas señales que me llegan sin fuerza, como convencidos quienes me las envían de su razón poderosa e inequívoca o, al contrario, de la mía, que es tanto como buscar un mago que propicie mis anhelantes sueños y los suyos y lleve a todo el mundo la razón y la dicha.

Después de tantos años dedicado con pasión y con fe a distribuir el mensaje, sin ser lo que se dice un mensajero de carrera, he percibido el clamor y el reproche de una audiencia que a veces te ve como un pequeño lider, que te supone heredero de voces que destacaron en su lugar y en otro tiempo, que te equipara a los personajes que forman parte ya de la leyenda. Se reirían algunos de los que te conocen y te siguen si supieran la vida tan normal que llevas, las calamidades que como a ellos te acometen y esa dificultad siempre añadida de hablar de lo que no se ve, de escribir siguiéndole la pista a tantas historias como se cuentan en el mundo rural y de las que no se habla en la ciudad donde seguimos prisioneros, enfrentados a un consumismo que nos va sometiendo, que nos absorbe por completo, que ocupa casi todo nuestro tiempo, pues casi todo nuestro tiempo necesitamos para pagar tantas comodidades que a base de un mensaje subliminal y repetitivo se nos van pegando al cuerpo y al sentido hasta enamorarnos o enloquecernos, en manos nuestra voluntad de tantos y tantos aparatos como pululan en los comercios, comercios que deben vender a un ritmo frenético para poder seguir mañana abriendo.

¿Por qué has llegado aquí y a quién te debes?, ¿Qué objetivos te planteas?¿Tú crees, de verdad, que un individuo tan corriente como tú, puede influir en la decisión de un tribunal, en el cambio de parecer de un presidente?

Vamos a ver a quién le pone verde hoy –dicen los que te siguen–, qué coño quiere para esa tierra tan vacía de gente, qué va a contar que no sepamos, a quién le importa de verdad las crisis que van estallando a uno u otro lado de la montaña.

Cuando rebobinas y te das cuenta de que estás solo ante el espejo, porque nadie ha entendido de verdad lo que quiera que sea esa obsesión que te domina, porque nadie ha vuelto los ojos de verdad hacia la tierra de la que hablas, porque los de dentro no lo ven y los de fuera ni los importa ni lo entienden, entonces te ves como un muñeco más, al borde de la depresión y del olvido, engullido de alguna manera por esa misma gente que cada noche ve “Crónicas marcianas” y a ti te sigue imaginando desde tu pequeña parcela como una parte más del espectáculo.

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